Fui muy afortunado habiendo sido amigo de Fernández Mazas. Lo conocí en Madrid. Acababa de llegar de Francia, su amistad fue un premio gordo de la lotería vital, lo que basta para sentirme ufano de mi paso por la tierra. Muchas veces crucé Madrid desde mi pensión en la calle Atocha hasta la de Lista, donde Mazas vivía en el estudio de Arbós, que cuando se fue en el verano siguió Mazas ocupándolo durante los primeros meses de la guerra.
Los críticos me suponen influencias de los grandes artistas. Tan pesado fardo no me es dado verlo. Estoy seguro, sin la menor duda, de lo que debo a mis amigos pintores y poetas de los primeros tiempos: Mazas, Arbós Ballesté, Leiva, Laxeiro, Camilo Díaz, Carlos Maside, Arturo Souto, Rodríguez Luna y mi hermano Mario. A Picasso cuya exposición vimos en Madrid Arbós y yo, no podría excluirla.
Mazas, pintor y escritor, me animó notablemente. Coincidimos en la tertulia de los hermanos Dieste y en otra, también de la Granja el Henar, formada por estudiantes de disciplinas diversas. Yo estudiaba música y hacía crítica musical en la revista P.A.N., en la cual Mazas se ocupaba de la pintura.
Las influencias reales son las que se mantienen vivas a través del tiempo, dentro de los universos personales que conjuntan la conducta, el recuerdo, la imaginación y el entusiasmo que enciende el fulminante de lo que hace cada cual. Las influencias son constelaciones de llamaradas y chispazos.
Mazas era un iluminado excepcional en los cielos altísimos de la poesía escrita o pintada, y n el reino de la magia verbal. Era un oráculo de la especie invocada por Rimbaud. Al hablar incendiaba el campo estrellado que le era tan propio: lastimosa pérdida fue la de su vida, demasiado breve; robo escandaloso del tiempo necesario para que su enorme talento desplegase el tesoro de su grandiosidad.
Mazas no estaba siempre absorto. Con frecuencia dejaba que su espíritu descendiera a la esférica joroba terrenal de las cosas y los aconteceres de la vida cotidiana. Lo cual puedo ejemplificar. Yo iba a cortarme el pelo a una enorme peluquería del edificio de la Prensa. Un día, el peluquero se negó a ponerme el espejo en la nuca. Me dijo que eso suponía desconfianza a su oficio. Como días más tarde llevaba yo mucha melena, le expliqué a Mazas el por qué. “No importa”, me dijo. Y agregó. “Yo me lo corto yo mismo”. Se llevó la mano a la nuca, y enrolló el mechón más largo con los dedos índice, cordial y pulgar, y de un tijeretazo cortó lo que sobraba. Así hice desde entonces, y aún lo hago.
Me enseñó de palabra a hacer un gris muy severo, mezclando amarillo, blanco y negro. De él recibí la primera lección del puntillismo. Me recitó varios pareados alusivos a los colores, que divertían mucho a los estudiantes de arte: “Si quieres obtener brillo, pon un poco de amarillo”. También me explicó cómo pintaba Cezanne.
Al comienzo de la guerra se ofreció a dibujar en “El Combatiente Rojo”, del P.O.U.M. que yo dirigía desde los frentes de Sigüenza y Guadalajara. Sus dibujos eran admirables. El de un miliciano, que yo siempre tuve por un autorretrato, diseñado con una línea espiral continua casi caligráfica, se publicó en una página entera. Era un alarde de destreza poética. Lo guardé para mí, antes de que la imprenta lo devorase. Acabó devorándolo el azar.
Como el periódico dicho fue primero destrozado por los estalinistas y luego por los fascistas, quedan pocos ejemplares con dibujos de Mazas. Los dibujos suyos que poseo, no originales, sino publicados en “El Combatiente Rojo”, me los regaló César Antonio Molina, que los reprodujo de la Hemeroteca Municipal.
Mazas, artista cabal. Siempre disfruté del resplandor que protege contra el desvanecimiento, heredado de su sensibilidad. Nunca permití que se extinguiese en mi espíritu la antorcha encendida al calor de su amistad genial.
Madrid 28 de junio de 1993