A José Ángel Valente, que se fue sin poder ayudarnos a recuperar todo esto que también era suyo.
A Armando Fernández Mazas, que le hubiera gustado verlo.
A Áida, porque vive y el recuerdo vive en ella.
¿Dónde? Allende. Tierra de allende, nuestra tierra. Y más allá de allende, y allende de allende.
¿Sembrar aquí qué forma o qué semilla?José Ángel Valente
La carretera transcurre, desde A Rúa en Petín, entre quebradas, despeñaderos de jara y carrascos, abruptos roquedales milagrosamente en equilibrio sobre las simas, espesos matorrales de brezo y tojo, hilos de agua en caprichoso curso cayendo libres desde las cumbres, desmontes de pizarra a corazón vivo.
El viajero, amodorrado, soporta pacientemente la lentitud del autobús. El cambio entra con dificultad, cruje la marcha en el estruendo de la reducción. Una sacudida brusca y brama el motor. Espeso humo azul y negro de combustible mal quemado revolotea en torno. Es una nube, que entra por todos los resquicios, dejando en la boca un sabor espumoso y amargo. Fatigosamente el ómnibus afronta las pronunciadas cuestas.
Ajeno a la conversación del resto del pasaje, el viajero, apoya la cabeza en el frío cristal empañado, donde las gotas de lluvia se van depositando. La mirada, perdida, entre un punto indefinido siempre cambiante del paisaje, y las gomas gastadas, llenas de verdín y óxido, de las traqueteantes ventanillas. Envolvente, el murmullo en acento de su mismo origen, no hace sino sumirlo de nuevo en recuerdos imprecisos: la molestia en el brazo todavía dolorido después de la intervención; las doscientas pesetas que adeuda a Sebastián Martínez Risco, quién había adelantado el dinero para pagar a un médico abusivo, también para el viaje; en las cafeterías desiertas de un Madrid devastado al que llegara con salvoconducto desde Valencia, y donde, casualmente, como una sombra de sí, del tiempo anterior a la guerra que con otros compartieran, había encontrado a Eusebio García Luengo: hablaron del argumento de “Los cuernos disparatados”; era todo un sin sentido; mantenía, con dolor y esfuerzo, una “imagen de sobriedad y de pureza”i, consciente de la conmiseración que desprendía su persona, del impacto que producían en el interlocutor sus confidencias super secretas sobre la bondad de los frutos secos como solución al envenenamiento por parte del clero, que veía en él una amenaza. Pero ¿cómo albergar un recuerdo mínimo de lo que habían sido, de la circunstancia que les permitía reconocerse y trabar conversación; sobre las ruinas de qué recuerdo, tal vez sobre aquel que de él guardaba García Luengo: el de “un filósofo entre Sócrates y Buda, que inmóvil permanecía durante horas con las manos apoyadas en el asiento, hablando con una voz suave pero de penetrante persuasión”[2] Ahora, a finales de 1939, era solo un desorientado que antes de la guerra practicara la boutade y la ironía, que había intentado buscar el sustento a través de su trabajo para Misiones Pedagógicas :“Lucho, me gano la vida y espero romper la frialdad de las gentes en torno a mi, a mi pintura … … Perezoso como nadie, hoy he trabajado 7 horas, pintando decoraciones para el guiñol de Misiones”. Ahora, debería sobrevivir en un país de curas, de falangistas, de estraperlistas, de vencedores… él, que era un perfecto inútil.
Con dificultad, sorteaba mínimo el autobús cunetas poco tiempo atrás sembradas de cadáveres. Nombres de amigos: Paradela,[3] a quién se prendió fuego para, una vez antorcha, ser ametrallado, en las imposibles curvas de Larouco; Jacinto Santiago, durante años acogido en el camposanto de Sistín, asesinado en Vilariñofrio junto a Fructuoso Manríque, Aquilino Sánchez y Eligio Nuñez Muñoz, el más joven de los cuatro y que tan solo seis años antes escribiera para él, en representación de los jóvenes “…en los que late con rapidez brutal, un anhelo de liberación ciudadana y un ansia de legalidad democrática. Vemos en tu luminosa trayectoria, política e intelectual un horizonte matizado de ideología, sana, viril, decorosa y de una ética perfecta. Obedeciendo con todo fervor a un imperativo de sinceridad proclamamos en ti al tipo genuino que preconiza Reclus”… …”De tu obra esperamos ejemplos brillantes, pautas a seguir. A ti incumbe darlas, a nosotros imitarlas. He aquí, el merecido tributo que, tomando por expresión estas pocas líneas, te satisface la juventud orensana.”4, Amadeo López Bello, Antonio Caneda, Deogracias Carballo, Eduardo Villot Canal, los hermanos Emilio, Manuel y Ramón Fuentes Canal, Rafael Alonso Rodríguez, y tantos otros cuyas inmolaciones jalonaban como hitos el sinuoso itinerario de regreso. Nada que el viajero supiera entonces. El paisaje se desplazaba lentamente, a medida que el vehículo avanzaba: Montefurado, Freixido, antiguas minas, restos de olivos, negras cepas a ras de suelo, montañas enteras de bancales, placeres auríferos en espera de pacientes bateadores, miliarios rotos, entrevistos apenas entre zarzales; Larouco de nuevo con cunetas cortadas a pico y azadón, arrasadas después por gélidas lluvias y ventiscas de interminables inviernos, castaños sin hojas recortándose como osamentas negras sobre un cielo borroso y pálido; Trives, con blasones y sin la presencia entonces de Evaristo Correa Calderón, Marqués de Trives (perteneciente a esa clase de aristócratas de sólida formación y de veleidades vanguardistas antes del treinta, de bigote reaccionario y convencionales creaciones después del treinta y nueve, tan alejados de una Galicia verdadera, como cercanos a una imagen tópica y folklórica en la que los habitantes de su feudo forzosamente debían asumir la función que les correspondía: decorativos vasallos)5, que años después allí moriría y desde donde partiría su extensa biblioteca, o tal vez no?; una última y pequeña llanura hacia Sás de Penelas, a la derecha el desvío de Alais y, finalmente el Castro de Caldelas, con su castillo desmesurado entre casas de pizarra y la pequeña plaza, donde Vicente Risco -negador de la civilización mediterránea y, por tanto, antítesis ética y estética del viajero- consulta estacionalmente el fondo de libros familiar y parte del propio: lo que no cabe ya en el piso de Santo Domingo, en Ourense.
Llega el autobús a la pequeña villa y el viajero desciende por fin con todos los paisajes que anida, sin más equipaje que su extrema delgadez. Y desde allí deberá ir a pie, -Piñeiroá, San Martiño, Pereiro, Casmartiño, Penedo- hasta el lugar de As Cortiñas, una desolada y ascendente extensión verde salpicada de robles desmochados a cotón y unas cuantas vacas. A la izquierda siempre, la imponente masa violácea de Drados, con su granito azul de apretado grano reverberando intenso, con nubes a girones y nieblas rasantes en una agonía inverniza de lluvia y fríos perpetuos, donde sus hermanas y su madre lo esperan.
Mario, su hermano más joven, de diez y siete años, tez morena y ojos claros (como Rocío y Áida, dos de sus hermanas), a quién desde París enviaba series enteras de postales para su colección, ya no estaba. Había perdido la vida en el frente de Teruel, al que lo obligaran su incipiente militancia izquierdista, su insultante juventud… Presentaba su cadáver un tiro en la espalda. Oficialmente había sido una bala perdida. Antes de ir al frente, había compartido prisión en Ourense con Roberto Blanco Torres, -compañero de quién llega, tantas veladas en el diario El Pueblo Gallego-, primer gobernador republicano de Palencia, asesinado en compañía de Rizal Villamarín Iglesias y de Eulogio Vázquez, en A Corga da Videira, cerca de Portugal; también con otros compañeros que serían claudiados en otros puntos de la provincia, los más alejados, los de más difícil acceso, aunque igualmente en el mismo corazón de la ciudad, en San Francisco, se fusilaba. Esperaban con ansiedad todos ellos en esos días de incertidumbre, la llegada de las hermanas Mazas, tan jóvenes y bellas, que se arriesgaban tanto pasándoles noticias: La Atwater Kent no paraba de funcionar durante la noche con señales de emisoras internacionales; atentas también a la radio del vecino coronel Miramón, que se escuchaba desde el ventanuco de la cocina, siempre en diales contrarios a la causa nacional. A su hermano Armando no podrá verlo hasta que abandone la cueva en la que durante cuatro años permanecerá escondido y de la que solo sale, cotidianamente, amparándose en la verdadera noche. Fuera, tan solo el ulular del viento, las esquilas de las vacas en lejanos prados, los caminos embarrados y el débil resplandor de las linternas.
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La ciudad de la luz quedaba lejos. Las horas en La Rotonde, en La Coupole, los paseos por el fbourg Saint Jacques, los cafés en “Le Select”, el American Bar del Boulevard de Montparnasse, donde dibujaba bodegones y señoritas con pequeñas trenzas, antes de las sesiones de desnudos en la Grande Chaumière junto a compañeros de los que nada sabemos; la tertulia con Unamuno, el posible contacto con Robert y Sonia Delaunay, con Buñuel, con el que compartía la vivísima descripción del baile de la condesa de Polignac, el deambular en horas muertas desde el 147 de la Rue Broca6, por Saint Médard, hasta el Jardin des Plantes donde los cuadernitos se iban llenando de animales; los interminables paseos con Eugenio Montes, continuación de los iniciados en Ourense, (aunque por entonces ya desconfiaba ideológicamente de él: ¿Había ido directamente desde Estados Unidos a Alemania para ver a una novia polaca o a Augusto Assía?. Y tanto rodeo en el viaje de regreso ¿para qué?. ¿Tal vez el pretexto era lucir -accidente ferroviario por medio- los espectaculares zapatos de ante en todas las noticias de primera página en los periódicos alemanes?)7; los retazos de conversaciones escuchados en la galería de Paul Rosemberg o en la de Mme. Weil, en el 46 de la Rue Laffitte; ¿donde ubicar las previsibles conversaciones con Chirico o con Tristán Tzará, las tarjetas de Renzo Massarani, Jacobo Fidjmann o León Solá?, ¿dónde tendrían cabida?. Eran la estela de un sueño. También la pesadilla.
Setecientas cincuenta pesetas, en la primera estancia, en 19258, no daban para mucho. Un estudio costaba al mes 300 francos y el cambio no era favorable. La dificultad para instalarse en París era, pues, real, a pesar del alivio que suponía compartir estudio, aunque provisionalmente, con Cossío9, y aún quedaba el coste de comer, los transportes, o la compra de material. Era amargo haber podido sentir cómo París se abría ante él, cómo era casi tangible todo aquello que tantas veces soñara en Ourense con Montes, todo lo que alimentara su espíritu. Apresurada, febrilmente, intentaba apurar, dibujando, departiendo, emborrachándose de modernidad, haciendo lo que puede, siendo consciente de estar recibiendo la primera derrota.
No era que lo matase la morriña. Se imponía regresar10.
Sin embargo volvería, insistiría una vez más. El deseo de estar allí donde debía era muy fuerte. En la segunda estancia, la falta de dinero, la dificultad para comunicarse desde París para resolver ese problema perentorio –las cartas se perdían en Irún11-; sus fantasmas, las persecuciones de intelectuales y artistas que había observado -hasta allí iban a buscarlos, ni allí estaban seguros- por parte de fascistas italianos, las manifestaciones a favor de Sacco y Vancetti, hacen que se disturbe por completo en una recaída de “encrespada hiperestesia”12 y, aunque la estancia es mucho más prolongada que la primera, acaba regresando. Lo describe Montes por entonces “respetado por aquellos a los que se respeta”13. Nada sabemos de cómo fueron los contactos con Cossío, con Bores, con Ucelay, con Peinado o con Pruna, o con cualquiera de los otros pintores con los que había tenido relación ya en España o en su anterior estancia parisina y que se habían quedado, ya desde entonces, allí y a los que un moderado éxito comenzara a sonreírles, que incluso mantenían amistad con Picasso14.
También Madrid quedaba lejos… “…subo desde Cibeles, por Alcalá, hasta la librería de Schumacher, en Caballero de Gracia, allí encuentro algún libro deseado – Los Karamazof, Charmes, Ulysses, Malte Laurids Brigge- y voy a abrir sus páginas a Kutz, ante una taza imponderable de chocolate o –si estamos en primavera- una naranjada como jamás he vuelto a encontrar en parte alguna; finalmente me voy a la Comedia para escuchar un programa de cuartetos, o el estreno en Madrid del Retablo de Falla, o una serie de obras de Ravel dirigidas por el autor”15. Y esto, natural para un señorito de provincias que había ido a estudiar a Madrid, era algo imposible para Mazas, ya que su ascética pobreza de dandy lo impedía16. Carlos Gurméndez también lo conoció entonces y lo describe con palabras de Walter Benjamin, matizando entre la percepción que de él realizan los demás, como “el bohemio intelectual sin harapos”, o su autopercepción, de la que surge “el Dandy quien, al mirarse al espejo, fetichiza su yo y descubre en una alienación consciente: “je suis la chose”17.
Durante los últimos años de la década del veinte, las sucesivas huidas de la áspera vida en Madrid -el intento de sobrevivir con publicaciones desde Galicia, el proyecto de Gaceta de Galicia junto con Johan Carballeira, los intentos por publicar viñetas en la prensa diaria- no cuajan y, después de ir y volver innumerables veces, en 1930 decide regresar a Galicia. Recibirá cartas de Guillermo Korn o de Aguado echándolo en falta, con recuerdos de Nóvoa Santos, de Prieto, de Eduardo Vicente. No saldrá de este marasmo hasta que vuelva de nuevo a Madrid con las Misiones Pedagógicas, para regresar definitivamente ahora ya finalizada la guerra, vencido y cansado, superado por todo el horror dejado atrás.
Llegaba a sus lugares, donde antes se había sentido prisionero y donde la realidad de acero de 1940 se instalara en medio del silencio o la cobardía, de la dureza del trabajo de siempre. Allí vivían niños que jamás preguntarían, cuyos sueños apenas eran turbados por el vago recuerdo de un terror inconcreto, que veinte años después emigrarían a otras realidades sin posibilidad de reintegrar a la veracidad todas aquellas vidas truncadas de uno u otro modo y que en parte hubiesen explicado su éxodo, o tal vez no. ¿Quién puede saberlo?.
Desde la galería de la casa de sus abuelos, interminables horas entornando los ojos hacia un paisaje difuso entre “la sombra del aire en la hierba”18 y la niebla, podía ver sus personajes, temblorosas criaturas que, desde el tiempo o desde un recuerdo ambivalente, lo llamaban: la alcaldesa, las pancomias, en una enfebrecida transferencia erótica (quizás mereciese la pena ser detenido por la guardia civil de ser el número una mujer); la alguacilera, don Juan Pantelas, la jueza, el caveau des ouvliés rouges, Petrus Lodus, el grupo Pentalfa, Mr. Roth, Lady Hélene o el Doctor Neobio… Pero sabía ya, que aquel no era su tiempo, que la cegadora luz de su ingenio, casi pasada la juventud y con una larguísima postguerra, jamás volvería; jamás volverían los antiguos amigos, si es que alguno quedaba vivo, si es que alguno alentaba ideológicamente. De haber acontecido la guerra de otro modo, sobrevivir no hubiese sido tan difícil, o tal vez sí, quién sabe. Tampoco en Hora de España había tenido cabida al igual que otros compañeros, y, de instalarse la otra realidad, hubiese sido tan exclusiva, como lo era la presente.
Atareaba “el lento compás del tiempo del día y de la noche”19 con recuerdos felices muy anteriores: Conchita Vicente, su primer amor, con quince años; Pacucha Montes20 “timándose” con él frente a la catedral, desde la terraza de Juan de Austria; Margarita Xirgú citándolo al lado de la estatua del ángel caído en el retiro, lejos de la influencia de Rivas Cherif que le impedía verlo. Angelines Astorga, que iba a visitarlo desde Ourense, o la bella aristócrata, hija del Conde de Fuentes.
Fichas de información militar, el único soporte que podía conseguir para dibujar, con notas sobre elementos de izquierda, presuntos subversivos; papel de barba -con marca de agua y timbre del estado- obtenido posiblemente a través de los jueces amigos (hemos conseguido tu liberación, ahora te embarcamos, con la maleta, el dinero que ha enviado tu padre y lo puesto, y un montón de papeles y un lápiz, para que te entretengas, para que, de paso, vayas haciendo las ilustraciones para un librito de poesías-). No son pago suficiente los retratos; en los primeros veinte podías permitirte las ironías, las bromas a Valle Inclán (llamar a todos los barberos de Ourense para que lo afeitasen), el dandismo y la sátira mordaz a los mediócres: “Huesos a un perro hidrófobo”21. Ahora era el tiempo de los funcionarios, de los jueces- poetas que pedían un poco de gracia y de ingenio para acompañar tristes creaciones.
Dos pinceles con escaso pelo, una gubia , papel -el referido-, restos de tubos de óleo, dos o tres minúsculos frasquitos de barníz para cuadros, dos botellitas de disolvente. Y, sobre todo, la auténtica crudeza real de Pedrouzos, en la ladera de Drados. ¿Qué forma o semilla podría sembrar?, ¿qué obra podría salir de ahí?, ¿de qué otro modo podría haber sido todo si hubiese aceptado salir de España?. Se lo habían ofrecido en Valencia. El futuro no era alentador en cualquier otra parte. ¿A dónde ir?, ¿a Argentina, donde el lobby galleguísta lo esperaba “con los brazos abiertos”?, ¿a Francia, donde no había sido capaz de sobrevivir en época de paz, y ahora ya en la antesala de una nueva Guerra Mundial?, ¿a Santo Domingo, para correr la suerte de Almoina o de Granell?, ¿a Tánger, junto a Juli Ramis?. Enfrentarse a la adversidad, cuando albergaba la adversidad dentro de sí. La seguridad familiar representaba, después de la debácle, la derrota conocida de los viajes a París. Debería haber sabido adaptarse, realizar una obra tópica, como la de Castro Gil o Prieto Nespereira, ideal para calmar la saudade de toda la emigración, desde Chubut hasta New York; o, mediados los cuarenta, exponer obra, de contenido plástico o político convenientemente neutralizado, en todos los casinos y obtener así su trozo de tarta. Pero los acontecimientos habían sido, -eran- tan dolorosos y estaba tan poco preparado para la vida, que era incapaz de autotraición.
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Convivía Mazas con los habitantes de las cuatro casas del lugar, con un hermano oculto, con las patrullas que lo buscaban, con sus hermanas, con el recuerdo de la comuna vegetariana de Valencia, donde la utopía se había vislumbrado, con la luz del mediterráneo prendida en las claras pupilas, herida su alma por la extrema pureza de quien se había hermanado con otros seres de alimentación incruenta, compasión y entrega. Su manera de vestir y de hablar lo delataba; los vecinos desconfiaban. Que pretendiese explicarles la bondad de una alimentación vegetariana, acostumbrados como estaban al tocino, a la grasa, para poder resistir las durísimas condiciones de trabajo en un medio hostil, hacía que le tuvieran por loco. Realmente lo era. A pesar de ello, y del cansancio, del miedo vivido, se ocupaba de anotar, a lápiz, en letra diminuta lo que día a día constataba: las gentes viviendo como animales. “Una guerra civil en una colmena. La simple vida de los insectos. La vida simple de los animales, de los ganados de los campesinos”“Las gentes apenas tienen edad mental y de ahí el desorden aparente del mundo ya que para su desarrolloy circunstancias animales apenas precisan de esta facultad. I cuenta que su vida animal es todo, inclusión hecha de aquellas consecuencias artesanas inherentes a sus necesidades mínimas, al rigor del tiempo, a su lucha por la existencia. De ahí que no precisen de esta hermosa facultad. Una vez creadas estas circunstancias, surgen las circunstancias nacionales, de defensa animal colectiva, de las naciones, vitalidad organizada en estos propios instintos. Los instintos se acomodan a esta nueva circunstancia y en ella se recrean. No hay pues, edad mental histórica, sino animal. Las abejas y las hormigas. Ciencia y experiencia. Edad mental y edad animal o de utilización. Edad mental o físico matemática”. Asociaba ideas: “Maquiavelo, Pedro Fernández de Castro, Poincaré y el espacio psicológico. Sistema Taylor”22. No consideraba los escritos de Fabre como mera entomología sino como intentos por desentrañar el misterio de las relaciones entre los hombres. La trascendencia siempre olvidada, la necesidad ontológico-metafísica. ¿Cuánto tiempo podría mantener el interés por cuestiones que no harían más que complicarlo?. Una vez más, lo particular y lo general, la observación de la realidad y, a través del pensamiento, de la experiencia filosófica e histórica, su trascendencia inmediata. ¿No había sido escarmiento suficiente lo que pasara, lo que había observado en el viaje de regreso? . Era preciso apartar todo aquello para volver a construirse, para no negarse. Sumergirse de nuevo en la absoluta idealidad reparadora.
Soñaba la casa, refugio, término seguro. Influencia oriental, incluso en los retratos que de algunas niñas aldeanas había realizado, como destacó Valente con gran penetración cuando los vió23. Diseño de ornamentos de interior, lámparas, muebles, cortinas, sujeta-libros. Proyectos empresariales para sobrevivir, de una ineficacia acorde a la imposibilidad de enfrentar la vida desde donde se estaba planteando. Empresa de gallinas ponedoras, racionalización de la producción, diseño de comederos, de establos, una imagen de marca. Eslóganes, propaganda. El nombre de la empresa curiosamente profético: LARSA, S.A.; también la actividad. Debía de estar en los estros. Producción de huevos. Coren. Uteco. Intuía el futuro, también el Pop retratando a Sebastián Martínez Risco. En el exterior, la costumbre y la sumisión, la religión asumida como elemento “estructurador”, alienador en lo social, omnipresente, dominador de vidas esclavizadas, tan eficaz en la postguerra. Cándido en su papel de arrepentido. Aquellas pantomimas durante la misa, aquellos aspavientos contrictivos también lo delataban, pero ¿dónde estaba ya su lugar?. La razón, un total desvarío.
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Con dificultad, con gran dificultad, se ha ido recuperando el recuerdo del pintor. Aquellos que lo conocieron no guardaban memoria agradable de quién había sido. Fernández Armesto, al que dedica uno de los seis poemas que escribió, es uno de los que puede responder de su actuación y residencia en la ficha de clasificación en Denia, dice -en una entrevista reciente-24 saber quién era, pero niega su relación con él. Sin embargo, no era Mazas persona con quien se intimase fácilmente, tanto como para que dedicase un poema o regalase un dibujo. Bal y Gay, que hizo una de las críticas a Santa Margorí, puede, en1964, recordar con precisión la figura de “Don Ramón” Otero Pedrayo, también a amigos anteriores a la guerra civil, como a Eiroa o Maside, pero no a Mazas. Dieste lo recupera tan tardiamente como en 1981, a raíz de la presentación del libro de Gurméndez. En realidad, tampoco habría sido fácil recobrarlo en el inicio de las normalizaciones , al final del Franquismo, cuando todo el mundo militaba y exhibía una sabiduría y corrección política, más allá de las exclusiones de entonces y de los pactos de poder que ahora, veinte años después, se observan en esas excelsas criaturas sin mácula. En el colofón a la edición de Nós, en 1972, aparece un listado de mártires incluyendo a los colaboradores de la revista que habían sido asesinados en los primeros años del franquismo, y en el que no aparece Luis Huici. Pero, si ya en el momento inmediatamente posterior a la contienda convenía la prudencia, y no la evocación de determinadas amistades y recuerdos, ¿qué necesidad habría de – ya mucho después- recuperar a Mazas o a alguno de ellos?. Con la normalización democrática y con algunos de los protagonistas de todo aquello todavía vivos, no era oportuno, bien para evitar el tener que situar con claridad a cada cual donde le correspondía, solapando equivocaciones o vilezas propias, bien porque, a fin de cuentas, era conveniente escribir la historia con la veracidad de quien la relataba.
En los primeros veinte, en Ourense, es Eugenio Montes para Mazas el exclusivo estímulo intelectual, aunque transcurrido el tiempo, a éste no le resulte oportuno rememorar, reconstruir lo que había sido, con quién se había relacionado, sino simplemente vivir, vivir bien, con elegancia, hacer lo que fuera necesario para conseguirlo, matar los fantasmas del pasado. Convaleciente Montes largo tiempo de una enfermedad que requería reposo, era Mazas quién le acompañaba, hablando, divagando, intercambiando lecturas, soñando lo que después ambos pudieron realizar, al menos en parte, durante su estancia en París. El propio Montes lo expresa en el poema que a él dedica: “máis tí i- eu xa fumamos do Lucky Strike do Sena/ i –hay que darlle a Esculapio un chapeu de cow boy”25. Es poco probable que hubiera relación intelectual con otros personajes que, como Eduardo Blanco Amor, reclaman una cercanía que posiblemente no se daba26. Sorprende que Blanco Amor dedique autógrafamente a Mazas un folleto, reproduciendo una conferencia pronunciada en la Asociación de Amigos de Buenos Aires, sobre una exposición de aguafuertes de Julio Prieto Nespereira, y donde podemos encontrar expresiones de rutilante modernidad y profundo conocimiento del arte y la vanguardia, tales como: “Destaquemos, ya para terminar, en nuestro artista, su excelente criterio decorativo ”, o bien “Ahí está Monforte de Lemos, ceñudo hidalgo y señorial, dando cuenta de su pasado fino y prócer; ahí está el Berbés, abigarrado y nervioso barrio pesquero de Vigo… …Y Orense, hidalgo y místico, donde las casas están signadas de escudos de armas y llega el sol a las calles enlosadas de granito, después de irisaciones y tamizados suaves”…27
Nada era Nespereira en ámbitos de búsqueda e investigación artística. Sí lo era en el Ourense de entonces: con calle dedicada, por los mismos méritos y motivos que, tristemente y en detrimento de otros, -que como Mazas, o Méndez están olvidados o relegados-, acredita hoy. ¿Qué pensarían Huici, Mazas, Montes, Francisco Miguel, Jacinto Santiago, Paszckiewicz, Astorga Anta, Antonio Hermida-Cachalvite y el resto de todo ello?
Asusta su capacidad para compaginar lo que fue el grueso de su obra durante el franquismo –lo que significó como artista oficial con cargos y embajador cultural del régimen- con sus puntuales colaboraciones en Alfar o en Nós, de discutible valor y evidente oportunísmo plástico, aunque de un muy evidente otro matiz y contenido estético. Para otros, sobre cuyas obras en momentos de peligro real se pasó muy por encima, pertenecer a la vanguardia o colaborar donde también Prieto lo había hecho, significó la muerte. Claro que llegada la democracia se ha reclamado legitimación curricular para ellos por aquellos que durante la gran época de sequía, fueron paladines del oficialismo y negadores de una reivindicación plástica e histórica plena.
No ha supuesto empacho al galleguismo canónico reconocer a Nespereira como artista propio dado lo obvio de su producción, pero tampoco le ha supuesto empacho alguno reclamarlo como suyo a pesar de los firmes lazos que lo tenían atado al régimen del dictador y sobre los que se sostuvo durante mucho tiempo.
El grupo de Mazas, Montes, Huici, Miguel, Mezquita, Anta, Granell, Delaunay, Paszkievicz, tenía –tiene- una mayor trascendencia y calado intelectual -aún cuando no se estructuraran en grupo, ni dispusieran de aparato propagandístico alguno- que el pequeño y reducido mundo de lo gallego, aglutinado por entonces en torno a Nós, y con un posicionamiento de reconstrucción de la identidad nacional que nada, plásticamente, tenía que ver con postulados que o bien eran tomados muy en broma, -Vicente Risco28 o eran rechazados directamente –Castelao-29 o ni siquiera se tenía conocimiento de ellos o parecía no tenerse, que es lo mismo: Otero Pedrayo30, aún cuando se estaban produciendo en la más cercana realidad geográfica.
El grupo de Mazas, de Montes a pesar de contactos y colaboraciones esporádicas en medios como Nós, hablaba sencillamente otro lenguaje. Vivían en otro ámbito estético, en otras políticas, en otras identidades metafísicas.
Sorprende pues, no solo que Blanco Amor se dedicase a hablar de arte, sino que pretendiese hacer pasar como arte puntualmente contemporáneo la obra de Prieto Nespereira, pero el colmo es que dedicara dicha conferencia a Cándido Fernández Mazas, sabiendo de su posicionamiento estético y de lo que pensaba de Nespereira y de su obra; pero al fin, el Dichi era el Dichi en todo lo relativo a arte, a contemporaneidad, a vanguardia; o por el contrario ¿había una intención como de decir?: mira chaval, lo tuyo no es, estáis equivocados tu y todos tus amigos, esto si que es, es lo más: ¡aprende!. Y de zaherir.
Tres años después, en plena campaña sobre el Estatuto de Autonomía Blanco Amor lo consideraría el nuevo Dn. Juan de la Coba31.
Tampoco habían tenido nada que ver con la vanguardia -salvo en la forma-, a pesar de la actual aquiescencia general, Manuel Antonio ni los firmantes del Manifiesto Mais Alá, -basta con leerlo-, sino todo lo contrario32
Los tímidos intentos que Risco habría realizado en torno al Ultraísmo, donde difícilmente podría sentirse cómodo, -compárense los escritos de Mazas, de Montes, de Francisco Miguel, de Huici, de Jacinto Santiago, de Nuñez, con los que de Risco aparecen en Mitteleuropa (a pesar de que siempre fue tenido como un conaisseur, a pesar de que fue el inspirador de buena parte de la realidad plástica que padece Galicia en la actualidad)-; o con los que de Castelao aparecen en el diario de 1921, para darnos cuenta de cual era la verdadera realidad intelectual, de cual era la justa y cabal apreciación del arte. En artículos recientes sobre la “generación del 25” -en un intento de asimilar al ámbito Gallego a personajes tan dispares ideológica ( y por lo tanto estéticamente) entre sí como Mazas, Manuel Antonio, etc, o ligados entre sí, por sensibilidad o colaboración intelectual, como Otero Espasandín-, nos encontramos con que de nuevo se propone la melánge, como si todos hubiesen pertenecido a la misma hornada generatríz33.
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Lo que hoy vamos recogiendo de sus huellas es fundamentalmente plástico. García Luengo –de los pocos protagonistas de entonces todavía vivo-, entrevistado en Madrid en el otoño de 1999, en una cafetería de la calle Ibiza, se sorprende al saberlo; pues, al igual que Torrente Ballester, lo desconoce como pintor o dibujante, lo recuerda como hombre de teatro.
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Los últimos meses, apenas otro incentivo que la joven compañía de Áida y Rocío, a quienes “examinaba” de Balzac. Había realizado unos pequeños retratos en acuarela de algunas niñas del lugar. No había querido bajar a Ourense más que una vez para ir al dentista, y a nadie había querido ver. Tampoco quedaban muchos de los antiguos amigos. Juan Astorga en Madrid, pero por poco tiempo, enseguida se marcharía a Venezuela, Juan Rodríguez Dever estaba ya oculto en Valencia con otra identidad, los demás habían sido claudiados, tan solo quedaba Luis Madriñán quien, a pesar de haber participado en la aventura de Akademos d’ Ourens, y en el homenaje en el Hotel Miño a propósito de la publicación de Santa Margorí, y de haber sido retratado maravillosamente por Mazas para Arelas Írtas; jamás volvió a tener recuerdo para él mientras vivió, mediocre, miserablemente, arrastrando los recuerdos.
Rehuía las excursiones por la sierra, en las que el cura don Eduardito llevaba el liderazgo, o a la ermita de Camba. Provenía la desgana de la falta de un compañero capaz, y Armando, -destrozado siempre por su dialéctica implacable y certera-, aunque fiel, no podía salir de su escondrijo.
La Abeleda lejos, inalcanzable, en aquel desierto de estímulos. Caneda, el hombre bueno que salvaba vidas y haciendas, con préstamos imposibles, ante la desesperación de quién nada podía hacer con la palabra ni con los hechos.
La ignorancia, la sumisión habitaba la tierra.
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He estado en Penedo hace unos días. Drados, imponente, como entonces. Niebla, frío, persistente lluvia. El cementerio parroquial, arruinado, como tantos. Perennes flores de plástico, para ocasionales muertos, botes de lejía y suavizante, con formas ergonómicas, abandonados sobre el lecho de piedra en que descansa el viajero. El granito igual a si mismo, telúrico, eterno. Limo de lluvia, recientes musgos, cristales rotos del inestable búcaro de flores que el viento destrozó, peligroso para manos piadosas que intenten arrancar las zarzas o la maleza que inevitable germina. Ausencia de un nuevo cacique con influencia en la Diputación. Rutina, ignorancia, desgana, embrutecimiento de gentes a las que hace tiempo llegó la televisión. Territorio desestructurado. Recursos pobres que se manejan arbitrarios, conforman el nuevo horizonte: un orden moral prostituido bajo el que yace, sepulto, lo que luminoso y limpio alguna vez aconteció, lo que, feraz, daba sentido a la tierra.
La casa no tiene tejado. Armando lo hizo sacar hace unos años. Decidió que la ruina se fuese apoderando de ella, pues del paisaje recordado no quedaban ni los pequeños bosques referentes, que se talaron por codicia. Hoy poco más que algunos trozos de mural sobre cal pobre, algunos frascos rotos de barniz o disolvente en una estantería podrida por años y años de innumerables lluvias. El pillaje hizo el resto. Dentro de poco, por decisión de Áida, hasta los sillares serán removidos, para que entre las casas circundantes, contaminadas por ladrillo y aluminio, quede solo la ausencia de quién habitó una morada inexistente en una época improbable.
© José Manuel Bouzas